Supongo que no es coincidencia que haya sido un escocés (sus
historias del monstruo de Loch Ness y su whisky crónico) quien acuñó el término
“vórtices viles”.
Ivan T. Sanderson era un científico
de lo paranormal, cosa que ya no existe en esta decepción de las
premoniciones que es la primera parte del siglo XXI: se parecía más a
Indiana Jones que a cualquier académico de Stanford. Se volvió famoso en la
segunda mitad del siglo pasado por sus largas expediciones a lugares
improbables con el solo objetivo de encontrar animales que vivieran en la
frontera que separa lo real de la charlatanería. Llegó a tener un zoológico
lleno de especímenes raros de todas las junglas del mundo y de todos los
desiertos; fue el primero en presentar en televisión videos de extraños
animales marinos. La búsqueda de Sanderson en el salvaje internet arroja, antes
que otra cosa, un galardón que la ciencia seria pondría en severo juicio: es la
fuente más confiable para casi corroborar la existencia de un murciélago
gigante llamado Kongamato, el yeti de los roedores voladores, cuyo ataque
sufrió alguna noche horrible, a pesar de haber sido doctor en tres
ciencias duras distintas. Sanderson es un capítulo en la guerra de la ciencia
consigo misma, en el que se busca lo que la ciencia desecha por improbable, a
pesar del famoso y severo principio supremo de la duda.
Sanderson no sólo buscaba
afanosamente naves extraterrestres rondando la Tierra y animales improbables.
Durante varios años indagó barcos y aviones desaparecidos; trazó mapas con los
sitios donde se había perdido el contacto con ellos; descartó toda hipótesis
deshilvanada. Al final, encontró que los casos verdaderamente
inexplicables ocurrían siempre en uno de doce puntos en el planeta: el
Triángulo de las Bermudas, las ruinas megalíticas de Algeria al sur de
Timbuktu, el Mar del Diablo cerca de Japón, el volcán Hamakulia en Hawaii, el
valle del Indo en Pakistán (especialmente en la ciudad de Mojenho Daro), el Triángulo
de Formosa, la Isla de Pascua, el sureste de Río de Janeiro, el mar que divide
a Madagascar de África, otro sitio más, y los dos polos terrestres. Escribió un
artículo cuyo solo nombre debería orillar a todo humano tocado por la ciencia a
quemarlo: “The Twelve Devil’s Graveyards Around the World”; un nombre que hoy
serviría acaso para una nota de ocio insomne a altas horas de la noche. Lo que
debe haberle llamado la atención al científico es la ubicación de estos puntos:
puestos sobre un globo terráqueo cualquiera, los doce puntos forman un
dodecaedro perfecto. Sanderson, que no desconocía la geometría y sus mágicas
implicaciones pitagóricas, llamó a estos puntos “vórtices viles”: sin atreverse
a explicar por qué, logró entender que estos doce puntos encerraban una maldad
fuera de toda moral, determinada sólo por una suerte de física desfavorable
para los hombres y sus instrumentos de medición. Con la ciencia halló algo que,
a ojos de la ciencia, parecía imposible. Igual que, en su momento, la redondez
de la Tierra y la relatividad aplicada a la materia.
Lo que sigue trasciende a
Sanderson, pero es sin duda su (¿involuntaria, predestinada, casual, lógica?) obra: brotaron
del mundo de la naciente ciencia paranormal un montón de especulaciones; hubo
quien dijo que la Tierra es en realidad un cristal energético y que la redondez
es una ilusión o una consecuencia óptica; hubo quien dijo que los vórtices se
unen en el centro del mundo, que es el centro de todo, y que los desaparecidos
desde ahí obran lo divino o la apariencia de lo divino, sabedores de todo tras
el larguísimo trayecto que siempre implica cualquier pérdida. Por supuesto,
nada de esto ha podido comprobarse; nada de esto debería intentar comprobarse,
sino sólo quizá imaginarse. La ciencia seria sigue considerando la propuesta de
Sanderson como una especulación esotérica y sigue sin encontrar una respuesta
sobre lo que sucede en esos doce sitios. Como si cualquier verdad posible
pudiera ser ajena de una primera lectura paranormal.
He robado de Sanderson el título
de mi libro de un modo involuntario (¿eso hará el robo más legítimo?), después
de que todos los cuentos estuvieron escritos. Yo sabía, y éste ha sido siempre
un juicio posterior, lo que los cuentos tienen en común: todos intentan una
suerte rara de cuento fantástico, al menos una suerte rara en estos tiempos, me
parece. Todos buscan delimitar una realidad, en principio, muy real, que
termine fundiéndose de modo igualmente real, natural, a prueba de (casi) toda
lógica con una dimensión profundamente fantástica. Todos ellos, por lo menos al
momento de su concepción, buscan funcionar como un remolino que pierda a la
propia realidad de cada cuento en un flujo fantástico que le rebase. Nunca me
atreví a comenzar un cuento, por ejemplo, diciendo que “corría el segundo siglo
del Imperio de las Máquinas” (el lector pensará que al menos en un cuento lo hice
así); nunca me atreví a dar por inicial una realidad ajena al lector citadino
de principios de siglo XXI. Los cuentos, además, son doce (igual que los
vórtices), a pesar de que el duodécimo no aparecerá impreso en la primera
edición al menos, por razones que solamente tienen que ver con la suerte (el
gran misterio de lo esotérico). La noche que encontré por casualidad la
definición de vórtices viles de Sanderson supe que algo en común había entre su
definición de corte paranormal y mi narración; cuál sea el punto en común
exacto, no lo sé: la de él es una definición paranormal pero profundamente
científica; la mía es por completo ilusoria, imaginativa, ficcional, pero
(espero) en algún momento también humana.
Tocará al lector, quizá,
descubrir si en efecto algo tienen en común.
Ruy Feben,
Narvarte, julio de 2012.
Narvarte, julio de 2012.
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