Supe que esto era un proyecto entero de cuentos y no sólo
una cadena de sucesivas narraciones inconexas después de que ocurrieron
tres cosas. La primera: dediqué dos
años, previos a esta colección, a la hechura de un proyecto de microficciones
que me dejó la necesidad de carreras más largas, más hondas. La segunda:
sobreviví los meses más difíciles de mi vida casi intacto; léase ese “casi” de
un tamaño feroz; léase ese “intacto” con las grafías de lo milagroso. La
tercera: escribí bajo pedido cuatro de los cuentos de esta colección; ninguno
de ellos se publicó en la antología que le correspondía, al menos no en su
forma final. Supe entonces, y después de leerlos de corrido, que no se trataba
de narraciones aisladas, sino que compartían varias cosas. De inicio, una: esos
primeros cuatro eran la narración larga y honda (obsesiva) de la expiación de
tiempos horribles que no ocurrirían nunca.
En cuanto decidí escribir una
colección de cuentos, asigné cuatro restricciones a todos ellos. Todos serían
del género especulativo: ciencia ficción, terror o fantasía. Todos tendrían una
estructura espiral que provocara que cada cuento, aun siendo el infierno
personal de un personaje en particular, pudiera extrapolarse como explicación
amplia de la realidad. Todos estarían narrados como un texto intencionado y
necesario para la vida de cada personaje: en vez de terceras personas
omniscientes, escribiría cartas, grabaciones, discursos, confesiones, acaso
algún monólogo interno. Todos, finalmente, incluirían un espacio cerrado dentro
de la narración. Esto se logró según quiera verse: la fantasía le ganó
terreno a los otros dos subgéneros; lo espiral resulta sólo de una lectura
benevolente; lo necesario e intencional acabó cediendo a las mañas de los
títulos y de los formatos, para bien y para mal. Las habitaciones, esas sí, son
todas cerradas.
Cuento todo esto no para
determinar la lectura ni para entablar otro tipo de negociación con el lector,
sino como un ejercicio posterior a la escritura. Estos
defectos míos, estas manías, no deberían interferir en el lector antes de leer.
Esa es la razón por la que esta introducción no aparece en el libro, sino en un
enlace externo que con toda seguridad no todos los lectores alcanzarán a
encontrar; esa es la razón por la que uno de los cuentos de la colección no está impreso: que el lector pueda seguir la espiral fuera del libro (el azar y
sus razones también intervinieron para que ese cuento no fuera impreso). Al
lector que llegue aquí antes de la lectura (muy probablemente porque este autor
no sabe cómo guardar un secreto), no le pido que olvide estos párrafos, sino
que los tome según la intención original de estas letras, de estos enlaces
externos: si las historias en el libro no logran ser espirales vórtices, espero
al menos que este mínimo y fortuito encuentro del libro fuera del libro logre
algún vértigo. Piense, querido lector, que mientras yo escribo esto, la posterior
lectura está rotundamente predestinada o en absoluto negada. Cualquiera de esas dos opciones podría representar una historia espiral de fantasía.
De los cuentos en particular no
quisiera hablar mucho más que ellos mismos. En orden de escritura (porque la
estructura final responde a otra cosa; quizá alguien logre ver que esa
estructura tiene una lógica parecida a la que planteé párrafos arriba): “Siete
cosas sobre Jerónimo”, “La tarde de los edificios intactos”, “Krow” y “El caso Fortes” fueron escritos bajo pedido, con características particulares según el
caso. Dos de ellos fueron más o menos exitosos (uno de esos dos agotó muchas
noches, y el otro agotó muchas reediciones); “Krow”, que originalmente estaba
pensado para una antología de cuentos para jóvenes, fue considerado por la
editorial demasiado violento para la lectura de quienes han crecido en un país
ensangrentado (como si no fuera violencia negar
una realidad, cualquiera); “La tarde de los edificios intactos” empezó como
carta de tarot y terminó así. “Experimento 18,681” fue lo que su nombre dice,
pero es quizá la llave que abre al resto del libro. “Saudade”, “Hipocampo” y
“Presagio” intentan describir experiencias reales; “El Aqueronte” es un cuento
con el que fui demasiado injusto. “Los mudos” es un homenaje doble; la historia
de los guara-bototí es un robo doble o triple; el ejecutivo de ventas es una
pesadilla doble, triple o infinita. El título, que no es poco importante, se me apareció en sueños.
Lo último que debo decir de este
libro es que no es azaroso: no he elegido escribir cuentos por considerarlo una
empresa sencilla dentro de la megalomanía de la República de las Letras, ni lo
he tomado como un entrenamiento menor para intentar después una novela (que
dentro de la narrativa se considera mayor, mejor; diría un maestro mío:
“cualquier novela, por peor que sea, tiene más visibilidad que el mejor de los
libros de cuentos”). Mucho se ha dicho sobre el cuento, sobre su brevedad y su
knock-out, sobre la inutilidad de agotar largas novelas para contar historias
que se bastan con pocas líneas. Para mí, este ejercicio reúne varias cosas que
me son importantes a la hora de leer cualquier cosa: intenta no abusar de las
letras; intenta llegar hondo, contar historias totales; intenta reinterpretar
una realidad (cualquiera que ella sea); intenta contar
mentiras redondas sin necesidad de satisfacer necesidades de longitud
planteadas por el mercado; intenta, pues, y como dijo otro autor, ser el libro
que siempre quise leer.
Que esto último no se ponga en
duda: este libro no es, para nada, lo que siempre quise leer, pero es un
intento honesto. Espero que el lector (a quien le estoy profundamente
agradecido desde antes de escribir todo esto: el libro, las espirales, estos
párrafos subidos de tono), cuando menos, pase un buen rato leyéndolo.
Ruy Feben,
Narvarte, julio de 2012.
Narvarte, julio de 2012.